03 - LA DAMA DE PICAS

















La solemne dueña de aquellos vesánicos ojos se mostraba impertérrita y aterradora mientras escondía su amarga lividez entre las sombras de los húmedos muros de la mansión Beaufort. La melancolía que envolvía su áspera figura traspasaba cualquier espejo que osara reflejar y habitar su oscuridad. Imbuida en el corsé de su propia miseria, la Dama de Picas yacía sentada en su confortable trono de caoba, justo donde su templanza flotaba seis codos por encima del vasto recinto que se desplegaba frente a ella.

Desde mi improvisada atalaya, tras la balaustrada del corredor superior, pude atisbar el ondear de su tormentosa melena del color de los cuervos osando revolotear desafiante entre los gélidos cantos de la brisa nocturna. La serenidad de la noche se agitaba entre una mezcolanza de alaridos dementes y espeluznantes gritos de dolor que se apelmazaban por todos los rincones del otrora majestuoso salón de baile.

A mi alrededor, decenas de presencias ocultas bajo largas capas de lana negra respiraban excitadas antes de salir a batirse en jauría; impenetrables rostros expelían incoherentes sonidos guturales tras las esperpénticas máscaras que resguardaban sus anonimatos. Aquellas infaustas sombras se retorcían frenéticas entre un chirriar de metales y un estentóreo tronar de opacos tambores que, a su vez, retumbaban intrigantes en el interior de mi abdomen, logrando cubrir toda la atmósfera de un saturnal enardecimiento. Y es que todos, en realidad, disfrutábamos del descarnado espectáculo entre un devenir de sustancias alucinógenas y narcóticos bebedizos servidos por las fámulas que deambulaban despojadas de toda prenda entre nuestra multitud. La ansiedad por depredar me carcomía las entrañas.

Abajo, la teatralidad del momento circundaba a la realidad. Una docena de muchachas jóvenes teñían de pavor y tragedia la enmohecida piedra del suelo mientras unos lacayos desplegaban todo tipo de instrumental de tortura y fuego por el paraninfo. Un círculo de mármol decorado con la sangre y las vísceras de la decimotercera desafortunada, sobresalía por encima de la sordidez del pavimento delante de la plataforma donde se hallaba el trono. La sinuosa estela escarlata que partía desde aquel nimbo hacia la oscuridad delimitaba lo ocurrido solo unos instantes atrás con los restos de aquella hermosa desgraciada. En realidad, solo se había ejecutado el prólogo. La obra no había hecho más que empezar.

De repente la Dama de Picas, con un adusto gesto, silenció de golpe a la tumultuosa plebe. Yo me mordí la lengua con tal vehemencia, que noté el salado gusto de la sangre. Fue un gran golpe de efecto. Con otro abrupto ademán urgió a que le acercaran hasta el improvisado escenario un humanoide de hierro de esbeltas dimensiones que albergaba una especie de mesa de operaciones unida a su pelvis mediante raíles y correajes de cuero. Las ruedas macizas que trasladaban al engendro rugieron al desplazarse y hacían que la expectación que suscitaba la escena se hiciera insoportable a cada metro que cubría en su voraz ruta; era evidente que la coyuntura enardecía más a la inquietante turba que a las delicadas víctimas.

La salacidad del momento hizo que la convulsa figura que se mostraba jadeante a mi izquierda extendiera su mano entre los pliegues de mi túnica buscando con ansiedad tentar mi miembro ya excitado. Al girarme hacia ella pude observar cómo, sin que perdiese detalle de lo que acontecía más abajo, un mancebo de cuencas oculares vacías y labios cosidos con anillas metálicas la embestía con fruición por la espalda haciéndola gemir al ritmo de cada envite. La satírica escenificación se propagaba sin signos de distinción por todo el palco, entre serviles e invitados, mientras aquella aberración metálica ultimaba su posición en el proscenio.

Estando ya acomodado el artilugio en el mismo centro del epiciclo, una de las sirvientas del séquito elevó un cartel sobre su cabeza mostrando la representación de una calavera insertada sobre el Dos de Picas de la baraja francesa. Al momento de exhibirlo hacia la congregación expectante, ésta resucitó de su silencio mediante un ensordecedor griterío recién surtido de histéricas imprecaciones; yo también me animé a participar incluyendo alguna que otra insana proclama. La noche estaba siendo sublime y mi compañera sexual aún más.

Entre la exaltación imperante, el ayudante de mayor rango se prestó a separar a una de las doncellas del resto del afligido coro; la libró de sus cadenas y la condujo hacia el apremiante lecho. Se anexaron dos lacayas, provistas de guantes de acero y púas, que se apresuraron a arrancarle los ropajes con teatrales garradas infringiendo profundos cortes en la piel de la elegida durante su recorrido. La infeliz gritaba con desconsuelo e imploraba por su inmunidad ante la impasibilidad de la Señora que observaba con gesto ansioso el execrable drama.

Los esbirros encargados de la ingeniería del aparato se dispusieron a separar la camilla de la figura de metal haciendo girar una rueda dentada que la hacía deslizarse lentamente sobre los raíles dispuestos en su base. Al mismo tiempo, forzaron a la víctima tumbarse boca abajo sobre la plataforma asiéndola con los correajes de cuero al armazón para que quedara formando una cruz con su cuerpo; la cabeza se postraba doblada hacia las escápulas para que la cara quedase inmovilizada mirando al frente y sus piernas abiertas permitían mostrar la voluptuosidad de sus glúteos en dirección al inquebrantable efebo.

Dispuesto el escenario a su gusto, la Dama de Picas optó por levantarse de su cómoda poltrona, bajó los escalones que la separaban del espectáculo y se dirigió augusta hacia su presa. Extendió la mano solicita para que le fueran acomodadas unas tenazas sobre su palma. La expectación crecía por momentos. Una vez junto a ella, con una agilidad inesperada y un certero movimiento de muñeca asió los labios de la joven y se los arrancó llevándoselos a continuación a la boca para lamerlos con una desmedida fruición. Mientras la muchacha chillaba procedieron a plantarle una prótesis, encajada entre la mandíbula inferior y superior, que le permitía mantener la quijada abierta sin esfuerzo. La curiosidad socavaba la insana imaginación de los presentes.

En ese instante, salió a escena el que parecía el accesorio principal de este folletín. Tuve esa sensación al observar los gestos fastuosos y sainetescos que nuestra anfitriona ensayaba, incluyendo giros y bailes grotescos alrededor del escenario bajo los ademanes y las risotadas perversas de sus acompañantes. El público presente procedía de figurante sedicioso. Aquel sádico aditamento lo conformaba una pica de madera de roble de los Urales tallada con una serie de retorcidas hendiduras, embadurnada toda ella con aceite de linaza. Supe de sus detalles porque también las portaban los antropomorfos guerreros de mármol que ejercían de silentes guardianes en uno de los pasadizos de entrada al gran salón, lugar donde pude vislumbrarlos al detalle. Aquellas medían unos dos metros y medio de longitud, pero la que hacía su entrada triunfal mediría algo menos de metro cincuenta, de punta muy afilada y recubierta por un estriado capuchón de oro pulido. El caso es que era de una singular belleza.

Una vez hubo alcanzado la pieza su lugar en el foro, el extremo romo fue ensamblado en la pelvis del metálico proco sobre un soporte móvil y el extremo punzante fue situado justo a unos centímetros de la apertura anal de la joven sin que ésta pudiera notar aún su gélida superficie. La Dama fue acariciando las heridas infringidas con anterioridad en la espalda, tiñendo de rojo carmesí la punta de sus dedos hasta posicionarse de frente a ella. A un ademán suyo, la rueda comenzó a girar, no sin cierta fatiga, ante la impetuosidad de la inquieta horda.

La argentería se fue introduciendo entre las virtudes de la manceba desgarrando poco a poco el interior a su paso; entretanto, ella intentaba expresar su agonía a través de unos sonidos guturales, irreconocibles por la prótesis que portaba. El suplicio, en cambio, continuaba su ruta de calvario haciendo crujir los huesos de la pelvis mientras se abría paso hacia el abdomen. La sangre salpicó a parte de los cercanos en el momento que reventaban al unísono la vena ilíaca externa y la femoral. El cuerpo se convulsionaba, la boca expelía borbotones de sangre y los ojos un sinfín de lágrimas de colores. En ese momento se podía apreciar cómo la madera iba devorando la cavidad torácica entre el rugir de los herrajes metálicos.

La arpía no perdía detalle y miraba con toda atención el rostro descompuesto de la joven, inmersa ya de lleno en su muerte atroz. Intentaba consolarla atusándole el pelo y acariciándole las amoratadas mejillas, aunque no parecía conseguir su fin. Al momento pude observar cómo, de aquel rostro de perversión, afloró un rictus de placer indescriptible justo cuando la punta dorada y rubí de la pica traspasó el gaznate y emergió con rigor por la apertura forzada de la boca logrando el culmen de la noche. La gente explotó en una enfervorecida loa a la actriz principal, entre ovaciones y aplausos desmedidos, cuando ésta optó por elevar parte del corazón y otras mezclas sanguinolentas entre sus manos como un trofeo. Un épico colofón. La Dama de Picas hacía honor a su nombre.

Solo quedaba asumir la fuerza poética que la representación supo infringir de golpe: esa insuperable carga de simbolismo sinérgico repleta de una inimitable expresividad en sus manifestaciones escénicas; esos sentimientos escondidos en lo más profundo del ser abriéndose camino hacia el exterior en medio de una visceral cascada que empapaba a los presentes; la consumación del amor lésbico entre dos almas incomprendidas unidas mediante trazas de sangre mientras una de ellas es sometida sobre el yermo tálamo por un esposo desapasionado. Un triángulo de amor desmedido y mágico a la vez. Un verdadero éxtasis de lujuria.

Las puertas de la mansión se abrieron de golpe y el viento se incorporó a la gran estancia de manera abrumadora ahogando con su aterido aliento el fuego de las antorchas y los candelabros. Todo se sumió en una ruda oscuridad en el mismo instante en que se nos instó, con toda sutileza, a abandonar el recinto de forma ordenada y comedida. Algunos fuimos desfilando, de nuevo, bajo la inerme mirada de los guerreros de mármol hacia la puerta de salida; la visión tan inmediata de las deslumbrantes picas que portaban hizo que se erizara hasta el último poro de mi piel después de lo que había presenciado hacía apenas unos minutos. Empezaba a ahogarme tras la máscara.

Desde diferentes puntos los invitados iban accediendo en silencio hacia el patio exterior donde permanecían aparcados sus ampulosos autos. Mi chófer sij tenía dispuesto el flamante Packard Twelve de color verde oliva justo al final de la escalera principal. Accedí al confortable interior de su cuero repujado, rodé las cortinillas de las ventanas, me despojé de la sombría vestimenta y rebusqué con ansiedad en el botellero para descorchar un Dom Pérignon. Tomé dos copas, casi sin tomar resuello, para intentar aplacar mi estado de sobreexcitación y ordenar mis pensamientos. El coche emprendió el regreso atravesando el frondoso bosque de las Catskill Mountains donde se ubicaba la propiedad y bordeó la templanza del Ashokan Reservoir por la 28 hasta embutirnos de lleno en la Adirondack Northway 87 en dirección a las riberas del ruidoso Manhattan.

Aún me sentía medio aturdido cuando, ya en casa, me dejé caer abatido sobre el sofá del salón. La mezcla del último champagne con el remanente de los ponzoñosos bebedizos me fue abstrayendo de la realidad poco a poco. Mis ojos procuraban descifrar las composiciones arabescas de las llamas en la chimenea y los oídos reproducían su crepitar incesante. En mi mente se empezaba a manifestar el sonido híbrido de los tambores junto a los conmovedores gritos de dolor. Un frío estremecimiento comenzó a reproducirse por el espinazo aparentemente desnudo. Quise levantarme, pero mis extremidades parecían estar ancladas al diván. El corazón empezó entonces a galopar desbocado dentro del pecho repartiendo coces a diestro y siniestro. Comencé a sentir, recorriendo mis entrañas, el gravitar de una serpiente descarnada inyectando su veneno en cada órgano que encontraba en su camino. El sufrimiento era insoportable. Me faltaba el aire y mi cuerpo se contraía entre espasmos y convulsiones.

Mi cabeza estaba a punto de estallar cuando advertí una áspera mano acariciando mi mejilla. Me hablaba con cierta familiaridad a la vez que me zarandeaba por el hombro con rudeza. El terror se apoderaba de todos mis despojos cuando un resplandor golpeó mis párpados sin compasión. No sin cierta dificultad, pude abrir los ojos para vislumbrar el momento en que una silueta estremecedora se acercaba a mi rostro.

—¡Señor Morris, despierte! ¿Se encuentra usted bien? ¡Señor Morris!

—¡Dios mío!, ¿dónde estoy? —pude farfullar, desorientado, bañado en el torrente de sudor que surcaba mi cuerpo y mi rostro.

—Está usted en su casa, señor Morris, tumbado en su sofá. Lleva usted casi un día y medio postrado sobre él. Permítame hacerle la observación de que me temo que se le está de nuevo yendo de las manos su adicción o lo que quiera que esté practicando ahora. Le recuerdo que el doctor le ha estado advirtiendo de las consecuencias de ese insano hábito suyo. 

—¿Señorita Collingwood? —pregunté de forma retórica a mi ama de llaves mientras me incorporaba del sofá intentando, con la presión de ambas manos, evitar que mis sesos desertaran en desbandada de la cabeza.

—Esta vez me temo que ha perdido usted toda noción del espacio —me recriminaba a la vez que ponía cierto orden en el salón, disponía una bandeja con té en la mesilla y me facilitaba un suave paño para adecentar mi aspecto.

—Solo estoy algo confuso. He tenido una pesadilla espeluznante.

El reloj de péndulo estilo isabelino, con marquetería de limoncillo y números arábigos marcaba las doce de la mañana. La señorita Collingwood había rodado los pesados cortinajes que cubrían los ventanales que decoraban la pared a cada lado de la chimenea y abandonado la estancia dejándome a mi suerte. Las vidrieras que los coronaban formaban unas partituras solo comprensibles cuando la luz osaba interpretar sus colores y sus matices, creando una atmósfera que influía en el lugar transformando mi ánimo y haciéndome regresar a mi estado natural. El reponedor té también ayudaba en la tarea. Tomé el Herald Tribune apostado junto a la bandeja y lo oteé como cada día. La caída al mar del último dirigible de la armada en San Francisco donde perecieron sus 81 tripulantes dominaba parte de la portada, así como también el inminente estreno de Parsifal en el Metropolitan Opera House. Recordé que había recibido una invitación para el evento enviada por mi amigo el tenor Edward Johnson, recién nombrado mánager único del teatro ante el súbito e inesperado deceso del señor Witterspoon. Me levanté y avancé hacia la mesa de fina madera de sequoia torneada que adornaba el centro del hall principal para cerciorarme de que se encontraba donde creí haberla dejado cuando, de forma repentina, observé cómo introducían algo bajo la puerta. Apuré los pasos en dirección a la entrada para averiguar quién era el portador pero no había nadie tras el umbral ni en la acera exterior.

El ritmo normal de Murray Hill bullía en la calle. Nada sospechoso transitaba en sus alrededores. Al cerrar tras de mí, me incliné y tomé del suelo un sobre entre mis manos. Era de un papel ocre muy trabajado y llevaba un sello de lacre color bermellón donde destacaba, en relieve, una serpiente enroscada a un árbol. No llevaba remitente ni destinatario alguno. Un incómodo hormigueo cubrió mis dedos subiendo por el antebrazo hasta rebotar en mi cuello. Me dirigí al estudio, turbado aún por lo que había soñado y también por las sensaciones que me había transmitido la recepción de esta extraña misiva. Me senté en el sillón, abrí el cajón de mi buró prusiano y saqué el abrecartas con mango de bronce perteneciente a Guillermo I, regalo del embajador de Alemania. Una vez roto el sello, brotaron varias gotas de sangre que impregnaron la superficie del sobre. Observé el sudar de mis manos y cómo, aún temblorosas, se dispusieron a revelar su contenido. Lo que descubrí me hizo girar con brusquedad la cabeza y vomitar sobre la alfombra perlada de Baroda que había adquirido no hace mucho en Christie´s. Al incorporarme puede observar el interior del cajón abierto del escritorio. De forma inesperada lo ocupaban dos sobres de igual formato que el que recibí minutos atrás. No entendía qué hacían ahí ni cómo llegaron a ese lugar. Los extraje de la gaveta y dispersé su contenido sobre la mesa. Tres diferentes mechones de pelo y tres cartas de la baraja francesa con una calavera en el centro se mostraban ante mí. El Uno, el Dos y ahora el Tres de Picas cubrían el iris de mis ojos sumiéndome en un estado de incertidumbre y desvarío. Me desmayé.

A la semana siguiente, el reloj de péndulo marcaba las seis de la tarde cuando sonó el timbre de la casa. Crucé el hall de entrada hacia el armario guardarropa, lo abrí y descolgué una de las capas de lana negra que allí dormitaban. La señorita Collingwood me esperaba a la salida con un rictus rígido. Cuando llegué a su lado me entregó con diligencia una máscara junto con la carta de invitación recibida. Me dispuso la capa sobre los hombros y abrió la puerta en solemne silencio. Traspasé sin inmutarme el umbral y bajé las escaleras en dirección a la calle donde me aguardaba el Packard Twelve de color verde oliva con la portezuela abierta. Lo último que recuerdo es que empezaba a lloviznar de manera sutil.


©MAM

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