01 - LOS ALQUIMISTAS








En la Ciudad Vieja, oculta de lo mundano, en un oscuro torreón abandonado de angosto acceso y piedras enmohecidas se hallaba una habitación lúgubre, desordenada. En sus paredes polvorientas languidecían pilas de antiguos códices envueltos en una atmósfera donde se respiraba un aire de brebajes, mezclas de alcohol y opio entre otros tantos, que provocaban el aturdimiento de los sentidos. Al fondo opuesto de la pesada puerta de entrada burbujeaba el atanor. A su lado, una raída mesa de nogal flanqueada por dos circunspectas presencias soportaba todo tipo de documentos e instrumental desconocido para la ciencia convencional. La habitación se mantenía iluminada por un lánguido haz de luz que atravesaba a duras penas una estrecha hendidura entre los pesados cortinajes que, junto a unos pequeños velones distribuidos estratégicamente sobre la mesa, daban a todo el lugar un palpitante tono de ambiente crepuscular. Por un roto del cristal del desvencijado ventanal se filtraba la gélida brisa de enero; su intermitente soplo hacía que las llamas dibujaran una coreografía espectral sobre las paredes de la abovedada estancia.

—Algún error hubo cuando nos crearon —dijo el alquimista más joven con gesto adusto —¡Quedamos amputados! Quizá es conveniente reventar más cuerpos para averiguar qué nos falta. Persigamos el inescrutable fin y comencemos la búsqueda de la fórmula por lo más oscuro del interior; nuestro interior, ese donde la decrepitud malevolente rompe los espejos donde mirarnos; ese que habla más que actúa y que actúa sin aportar nada. Quizá podamos extraer algo de ahí, maestro.

El maestro al que se refería el joven alquimista, era su preceptor y su guía dentro del perseguido orbe hermético de la transformación y las secretas fórmulas que intentaban garantizar la eternidad del espíritu. Sus gestos eran cansados a la vez que firmes, pues así lo requería su mente sabia. Juntos conformaban las únicas presencias que habitaban el gélido cuarto del torreón.

—Lo justo y necesario, mi joven amigo —requirió el anciano de rostro enjuto, que un día se supo gentil —Esa noche donde temes entrar es posible que te ilumine en el futuro, pues todo lo que nos rodea se alimenta tanto de oscuridad como de luz. Podemos vivir del alma en lugar de la tiranía de nuestro ego y expandir sus límites más allá de los valles lúgubres y de las sombras. La noche oscura vive de muchos ingredientes como la rabia, los celos, el orgullo, la mentira, la vergüenza, la vanidad, la pereza y todas las conductas agresivas que solemos reconocer en los demás pero nunca en nuestro espejo…

—Pero es muy fácil asentarse en la sombra cuando los demonios internos nos impiden ver más allá —interrumpió el joven.

—Sí —continuó el anciano, algo contrariado por la interrupción del impetuoso discípulo —pero buscar la solución requiere de la propuesta alquímica que estamos intentando aplicar. Se trata de utilizar todo lo que se oculta tras la sombra para integrarlo en nuestro ser y conseguir un fin más excelso. En ella hay una gran cantidad de energía liberable, de oro puro, y nuestro fin es conseguir extraer a través del atanor el resultado deseable introduciendo los componentes correctos.

—Por supuesto maestro —se apresuró a decir el joven —procederé a introducir esos ingredientes oscuros sin demora.

La abultada manga bajo el sayo color carmesí bailaba contundente alrededor del brazo del aventajado alumno cuando giró la paleta dentro del hornillo e inició la mezcla. Del interior brotaba un denso vapor que se difuminaba con los mil humores que yacían por la habitación, fruto de los contenidos de los otros mil frascos que se amontonaban aquí y allá entre libro y códice, entre hierba liofilizada y extraños seres anidados en formol, entre ciencia y sabiduría.

—Tras las esencias del interior, pasemos a ubicarnos fuera, en otro plano —inquirió el preceptor asiendo al joven por el brazo y llevándolo junto al ventanal —Observa la calle y sus dos aceras. ¿Te has fijado?, nuestra conciencia y nuestro ser no caminan juntos sobre el mismo adoquinado; estamos separados de nosotros mismos y, por ello, preguntarnos por la verdad nos causa dolor. La conciencia nos arrebata la inmediata levedad del ser y nos atormenta. Sabemos demasiado y por ello perdimos la inocencia, y con ella las llaves del paraíso, por lo que no podemos volver a rescatarla.

—Entonces, ¿quién soy yo? —espetó el joven confuso —si mi ser y mi conciencia están desunidos, entonces es que no me conozco lo suficiente. Me estoy dando cuenta entonces que sé demasiado y, a la vez, nada de este mundo impenetrable, ajeno y hostil. Aunque sí tengo claro que la inocencia y la conciencia se presumen antagonistas, pues donde una implica despreocupación, la otra implica conocimiento.

—Vas bien encaminado —indicó el anciano dibujando una mueca de sonrisa en la comisura de sus labios —La emancipación de la conciencia viene tras perder la inocencia en el paraíso. Ahora, apura y añade todo esto al atanor sin demora.

Pasado el tiempo prudencial de chisporroteos y pulular de burbujas en el hornillo, ambos se acercaron al borde del recipiente y miraron en su interior. Una exclamación de asombro retumbó por la bóveda de la estancia y cortó la tensión del ambiente. El ilustrado alquimista bajó los párpados y exhaló un suspiro en un acto de hastío al observar la mandíbula desencajada del joven discípulo.

—Ya tenemos la fórmula esencial, hijo —señaló en tono conciliador —Hemos conseguido la conciencia lanzada a través de la existencia. ¿Reconoces de qué se trata?

—¡De la fórmula alquímica de la libertad, maestro! —dijo el joven, casi fuera de sí —Aunque tengo entendido que una vez probada y hecha efecto,  una fatalidad afloraría en el momento de intentar discernir lo bueno de lo malo y tener que elegir entre una u otra opción. Sería otra forma más de verse separado de uno mismo.

—Cierto —afirmó rotundo el maestro —Por ello deberá ser ingerida junto a otro ingrediente esencial fruto de la razón: la ética. Uno sin el otro resultaría el veneno más dañino. Nunca lo olvides.

Tras un momento de catarsis, el incrédulo discípulo entró en un éxtasis de calma. Comenzó a despojarse del sayo carmesí que le cubría así como de la camisa de mangas abultadas que lucía hasta ese momento extraordinario. En su lugar, se enfundó su camisa de cuello blanco, se anudó mecánicamente la corbata, se puso la chaqueta y por último el grueso abrigo que le cubriría de las bajas temperaturas que le esperaban fuera del torreón. Se acercó al ventanal, rodó levemente la pesada cortina y dirigió su mirada a la calle que momentos antes le mostraba el maestro. Observó que la gente corría asustada a un lado y a otro llenando las dos aceras y parte de la calle entre gritos y consignas. El ejército extranjero intervenía con sus porras, realizando disparos intimidatorios al aire.

Se ajustó al cuello la bufanda que llevaba en el bolsillo del abrigo y se dirigió hacia la pesada puerta que horas antes mantenía custodiada la habitación fuera de las miradas extrañas. Al tomar en su mano el frío pestillo de hierro fundido se paró, recapituló lo acontecido y se giró hacia la estancia. Allí estaba tal y como la encontró al abrirla por primera vez. Era una habitación lúgubre, con el techo abovedado, flanqueada por un gran ventanal con espesas cortinas. Se encontraba vacía, la envolvía un rancio olor a humedad y por un roto del cristal del desvencijado ventanal se filtraba la gélida brisa de enero.

Cerró y bajó desconcertado los ciento cincuenta escalones que separaban la habitación del exterior. Abrió con cautela el gran portón que unía el torreón con la calle. La primavera de Praga estaba cimentándose ese enero de 1968 y él se encontraba ahí en medio, viviéndola, con la mano sudorosa aferrada al recipiente que llevaba en el bolsillo del abrigo. Fue en ese mismo instante, cuando se percató de que al otro lado de la agitada calle la figura de un anciano le observaba fijamente regalándole una sonrisa y un gesto de complicidad.

Tras esa fugaz visión, se disiparon todas sus dudas y se sintió iluminado. Ahora estaba seguro de que la fórmula del recipiente que portaba en sus manos contenía la esencia que terminaría por materializar los sueños. Abrió con cuidado la tapa, tomó un sorbo y se lanzó a compartir el contenido junto a los demás calle abajo. Fue el principio de un fin.


©MAM

Comentarios

Entradas populares