16 - UNA TARDE DE OCTUBRE



















Ella era distinta. Era fuego y hielo a la vez. A veces, me derretía con su mirada. Otras, me enviaba al lugar más oscuro que pudiera imaginar. Me causaba pavor, incluso el mero hecho de permanecer a su lado, pero tenía que hacerlo. Tras cruzar el umbral del gran salón la encontré observando, impávida, la profundidad del bosque que rodeaba la vieja mansión. El viento ululante de otoño descargaba su furia contra los cristales a la vez que azotaba febrilmente las ramas cansadas de los robles.

Nadie osaba acercarse a ella, pero alguien tenía que intentar mitigar la magua del melancólico espíritu que hacía inhabitable aquella morada. Como cenobita de una abadía cercana, fui el único que se prestó voluntario ante la apatía justificada de los locales. Tras una elocuente conversación, pude convencerla de que pasara a habitar la estancia del servicio emplazada en lo alto del torreón principal, con la única dispensa de salir de su encierro voluntario una vez cada diez años en la misma fecha de octubre y a la misma hora de la tarde.

La aparecida era una dama de cabellos grises de un rococó desaliñado. Lucía un Robe à la Française con brocados de seda bañado en sangre y caminaba embutida en un corsé con pliegues a la espalda que remarcaba aún más su bella pero tenebrosa figura. En una mano portaba una daga mellada de hoja plana y larga; en la otra sostenía un candelabro de plata con tres velas encendidas que matizaban de luces y sombras su violáceo rostro. Solía descender sigilosamente por la escalera claustral atravesando las vastas estancias de la residencia hasta llegar a detenerse junto al portón principal. Una vez allí, la puerta se abría y salía al exterior para dejarse envolver por las nieblas de la tarde hasta desaparecer entre sus etéreos brazos.

Pasados dos lustros de aquel suceso e inmersos ya en la estación donde los árboles mostraban lo estéril de su desnudez, el tiempo de la dispensa acordada estaba presto a cumplirse. Marie-Justine, que así se llamaba una de las jóvenes hijas del Conde de Artois, propietario de la mansión, recibe la orden de casarse con un noble de la región del Roussillon. Lo que desconocía el padre era que la pureza de su corazón pertenecía al gallardo Étienne de Graffigny, primogénito de un próspero comerciante aburguesado perteneciente a la importante Ferme Générale pero carente, en aquellos tiempos, de la ansiada prebenda de poder ser ennoblecido mediante alguna alianza familiar.

Étienne amaba con locura a Marie-Justine y ésta correspondía sin recelos a la vehemente insensatez de su galanteo. Un día, viéndose en la cercana obligación de renunciar a tanta dicha, el pretendiente se citó furtivamente con su amada y le planteó fugarse juntos aprovechando la oscuridad de la tarde. Ella aceptó su invitación, pero advirtió que para lograr llevarla a cabo con éxito habría de trazarse un plan y le expuso:

—Justo en una semana, el espectro que habita la torre saldrá a transitar los bosques entre la bruma. La puerta se abrirá y nadie osará interrumpir su sombrío itinerario. Yo procuraré obtener la vestimenta y los atuendos adecuados para parecerme a ella y así poder traspasar el umbral confundiéndome con su figura. Fuera, tú deberás estar oculto a una distancia prudencial.

Extinguido el pertinente período de espera y a la hora pactada, Étienne aguardaba parapetado tras un frondoso matorral. Las hojas mariposeaban a su alrededor creando lúgubres coreografías; la espesa niebla no le dejaba ver con claridad y el frío le atoraba la lucidez. Había dispuesto, oculto en la espesura del bosque, una calesa tirada por dos briosos caballos de manto pardo a media toesa de distancia. En el instante de levantar las solapas de su abrigo para resguardarse de los embates de la desapacible tarde pudo observar como en el interior de la mansión se iba diluyendo cualquier atisbo de actividad hasta quedar envuelta en una inquietante oscuridad.

Pasado un lapso de tiempo, que a él le pareció toda una eternidad, vislumbró el ondear de unas luces temblorosas en la planta superior. Fue siguiendo atentamente su titilar mientras atravesaba diversas antesalas hasta terminar apareciendo en la planta baja en dirección a la salida. A continuación, la puerta principal se abrió silenciosa y en ella se recortó la figura de Marie-Justine. Reconoció la vestimenta que le había detallado, así como el puñal también ensangrentado y el candelabro. Era la señal. De inmediato, saltó de su escondite y cruzó raudo el tramo que le separaba de su enamorada hasta llegar al rellano justo un segundo antes de que ésta se desvaneciera en sus enérgicos brazos.

La trasladó en volandas hasta el coche que les aguardaba. La acomodó con ternura en el asiento posterior. Asió las riendas con destreza y fustigó enérgicamente a los corceles que saltaron raudos galopando hacia la libertad. Atrás, entre las brumas, se iba difuminando hasta desaparecer, la sombra de la casa de Artois. Marie-Justine no articuló ni una palabra. Durante la huida, una tormenta inesperada comenzó a descargar su furia entre vientos desatados y una intensa lluvia que calaba hasta el interior de la calesa. El caos se agitaba con brío en la oscuridad y los relámpagos gravitaban en los ojos de las bestias tiñéndolos de pánico. Entre el último trueno y el penúltimo socavón del camino los caballos se desbocaron e hicieron volcar el coche ladera abajo hasta quedar mezclados, en una ciénaga, la angustia de los amantes con el lodo que empapaba sus desvanecidos cuerpos.

A la mañana siguiente, un murmullo de plegarias y oraciones se agitaban en la cabeza de Étienne invitándole a reintegrarse a la vida, a salir de las sombras. Se descubrió recostado en un humilde catre rodeado de las atenciones de los frailes que le habían recogido del lodazal y trasladado a sus aposentos. A duras penas, logró incorporarse para demandar, entre dolores y angustia, la presencia de su amada. Con impaciencia les cuenta a los presentes la desgracia del accidente con el coche y la crudeza de la tormenta que les hizo volcar. El religioso encargado de curarle las heridas, desconcertado, le comunica que no han recogido a ninguna muchacha ni han visto coche ni tiro de caballos alguno. Al preguntar dónde se encontraba, se percató de que además se hallaba a unas veinte leguas del condado de Artois. En un momento de turbación, ordenó estérilmente que organizaran la búsqueda de su amada por el bosque y la ciénaga. Los monjes se miraban unos a otros persignándose y lamentando los desvaríos del joven.

Tras la inicial agitación, el resto del día lo transcurrió sumido en sus tediosos dislates pero, al tiempo, los traumatismos y el cansancio hicieron mella en su voluntad obligándole a guardar reposo en la estancia donde descansaba. Pudo sumirse en un plácido sueño gracias a los brebajes medicinales que le procuraron sus cuidadores. Al llegar la sombría tarde, la puerta de la estancia se abrió con tal brusquedad que le sacó de su sueño reparador. En el umbral se recortaba una silueta de mujer con los cabellos desaliñados, una daga de hoja plana y larga en su mano y un candelabro de plata con tres velas encendidas en la otra. El corazón del convaleciente retumbó con fuerza en el pecho. La sombra se fue aproximando hasta llegar a sentarse al borde de la cama. En ese momento, la sangre del muchacho se tornó de hielo, la piel se le erizó y sintió cómo un estremecedor escalofrío recorría su espalda. Sudaba profusamente. Aquel traje ensangrentado, los cabellos grises y la piel violácea manifestaban que la bella figura no pertenecía a Marie-Justine sino al espectro que habitaba el torreón. Ésta fijó la oscuridad de sus ojos turbadores en los de Étienne, acercó el inexpresivo rostro al suyo y sujetó entre las heladas falanges su temblorosa mano para susurrarle al oído:

—Querido mío, al fin estamos juntos. Ahora seré solamente tuya y tú me pertenecerás hasta el fin de los tiempos. Nada ni nadie osará jamás interferir en nuestro amor.

Al cabo de unos minutos, que parecieron horas, la aparecida se levantó, se dirigió hacia la puerta sin terciar palabra y desapareció por el pasillo cerrando la puerta tras de sí. Étienne comenzó a gritar enloquecidamente, hecho que alertó a los custodios que entraron prestos a auxiliarle. Les contó lo acaecido instantes atrás, lo cual no hizo nada más que inducirle a los presentes la certeza de que su sano juicio se estaba diluyendo. A la tarde siguiente y en los días posteriores el espectro continuó visitando la estancia aunque hubiese acompañantes esperando para dar fe de los tenebrosos encuentros. El caso es que solo se hacía visible para él. Los demás solo asistían atónitos a los ademanes y sudoraciones del joven.

Por ello, y para poder ayudarle, hicieron venir del condado vecino a un reputado cenobita admirado por ser capaz de comunicarse con las almas errantes. Y he aquí que hice de nuevo mi aparición, dos lustros después, para tratar de convencer a mi vieja conocida de que dejara, esta vez, de acosar a un aterrado inocente. La esperé en la estancia a la hora que solía visitarle. Al cruzar el umbral y verme hizo el gesto de acercarse a la cama, pero se detuvo a medio camino. Yo me encontraba en un rincón de la habitación. Decidió girar sobre sus pasos y se dirigió entonces hacia donde me ubicaba. Su sola presencia me volvía a causar terror, como en nuestro último encuentro, pero me enfrenté a mis miedos y a su mirada desconcertante. En realidad ella era diferente al resto, pues solo buscaba ser correspondida y escuchada.

Así que quise ir algo más allá y me dispuse a liberarla del sufrimiento que portaba para, en consecuencia, poder redimir también a Étienne. La incité a que me relatara su pesar y su tormento bajo la promesa de asistirla con la ayuda del Creador. Me contó que, hace más de cien años, ella había sido la esposa del primer señor de Artois y, a la vez, amante de un apuesto pintor con el que pretendía fugarse. Para ello urdió la muerte de su esposo, la cual ejecutó ella misma apuñalándolo en su cama. Pero su amante y cómplice, durante la fuga, también la asesinó llevándose consigo los dineros y las joyas, abandonando su cuerpo al borde de una ciénaga en la profundidad del bosque y obligando de esa manera a que su alma vagase errante in aeternum. Prometí e hice prometer a los presentes que, con sus indicaciones, encontraríamos sus restos para ofrecerle digna sepultura en campo santo, absuelta de todo pecado. Puestos a buscar, dimos con sus huesos en el mismo lugar donde hubo volcado el carruaje de los enamorados. Al verse cumplida nuestra promesa, su alma descansó en paz y desapareció para siempre envuelta entre las brumas.

Étienne regresó a su casa entrado el invierno con más magulladuras y cicatrices en el alma que en su cuerpo ya repuesto. Pudo averiguar entonces la realidad de lo sucedido en lo más profundo de las tabernas y los abastos del lugar: Marie-Justine hubo salido más tarde de lo previsto, hallándose en la desventura de que nadie la aguardaba en el exterior. Recorrió los alrededores del palacete buscando vanamente al desaparecido pretendiente de su corazón, gritando su nombre a los confines de la niebla con desconsuelo. Su frustración y abatimiento la hicieron postrarse entre inconsolables llantos sobre el rellano de la escalera, alertando así a los moradores del embarazoso suceso que estaba aconteciendo junto a su puerta de entrada. Fueron los mayordomos quienes acudieron primero en su auxilio. A través de sus confidencias pudo deducir, con gran angustia, de que el espectro de la torre usurpó su lugar en la huida hacia la libertad, motivo por el cual resolvió sumergirse en una grave depresión.

Los padres de Marie-Justine, tras los deshonrosos hechos acaecidos, hubieron de anular los planes de boda con el conde de Roussillon y tal hiriente agravio a la familia acabó resolviéndose con la joven ingresada en un convento de clausura apenas dos semanas después del incidente.

Y en estas mis últimas líneas les invito a desentrañar la moraleja de este amor inconcluso, digno de ser rememorado junto al calor de una buena lumbre, en su día y a su hora, en una fría tarde de octubre, tal como hoy.

©MAM

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