23 - PEQUEÑA OPERETA VIENESA PARA DOS
Lentamente se abre el telón. Sus engranajes chirrían una obertura rancia. Los pesados cortinajes arrastran restos de antiguos vítores con su aterciopelado y rojo ondular. La madera bucólica del teatro sostiene en el centro una silla en posición inversa al patio de butacas. Solo una persona, ella, se ubica en sus asientos; solo una persona, él, sale del foro.
Cuatro toques de atención sobre el atril.
Primer acto. El ambiente lo dirige el silencio con su
larga melena mientras una incandescencia interpreta un solo de arabescos sobre
el escenario. Tras la primera
declamación surge una interacción de emociones vivas entre el actor y su
espectadora ocasional. Él sabe que ella lo escudriña atenta sin aparente gesto
que la delate. Ella sabe que él la sufre con intemperancia.
Segundo acto. Sus primeras notas cubren el recitativo con
faustos y medeas en constante alquimia visceral pintando los ajenos palcos con
una atarantada coreografía de humores y fragancias, intentando llenar cada
ápice de vacío. El crepitar nervioso del respaldar acomoda el pliegue de una
falda hacia el infinito mostrando una porción de piel conmovida. Suave, sedosa.
En ese mismo instante los flamígeros arabescos centran su atención en tan
excelso paisaje. Comprometidos con su
orografía iluminan sin decoro sus formas con el pundonor de la ignominia.
Tercer acto. Turbada, y desde su posición de etérea circunstante,
expulsa con delicado mohín las molestas injerencias mientras su falda retorna
al estado original. Se levanta. El actor calla. Un interludio amenaza al
silencio desde la cúpula de cristal ubicada en el endeble tejado. Los arabescos
lloran desconsolados gotas de lluvia temprana sobre los tablones del suelo. Las
mira. Comienza su aria.
Cuarto acto. Una monodia expande el utópico síndrome de
Hipatia sobre el aturdido actor. Con sus eruditas alas desplegadas se eleva del
suelo para surcar el pesado y barroco ambiente cortando la respiración del
presente. El existencialismo como meta, la razón purpúrea que emana de las
venas. Hasta la propia causalidad y la paradoja llenan su discurso con
precisión de soprano y alma de cirujano. La joya y el colofón que revienta los
sentidos. La dádiva que la razón demanda. Multitud de florines exhaustos y la
orquesta desatada. El ambiente ha cerrado el círculo y, como consecuencia, el último acto porque el actor ha muerto de
agradecimiento sobre el escenario atravesado por una de sus plumas.
©MAM
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