19 - SUJETO FEMENINO


















Abordaré esta historia diciendo que lo nuestro nunca fue un amor perfecto, como tampoco lo éramos como pareja. Ni por asomo vivíamos inmersos en ese cuento de hadas chic de Harper´s Bazaar que algunas personas creían que saboreábamos. En realidad, languidecíamos en una relación exquisita pero superficial, pueril en su más vasta naturaleza, porque era una manera ideal de sobrellevarlo dentro de nuestro estúpido e idílico ambiente de lujo y ostentación. Bajo el paraguas de esa frivolidad nos encontrábamos muy cómodos y nos permitíamos derrochar todo lo preciso para mantenerla viva en interés de ambos.

Parecíamos ser dignos de nuestra divinidad desde la perspectiva de quien nos rodeaba en los suntuosos salones del Soho House, tomando el lunch en las terrazas del Yale Club o en cualquiera de esas otras recepciones sociales tan elegantes y tan insustanciales a las que acudíamos con asidua frecuencia en las mansiones de nuestros amigos en los Hamptons. Aunque lo que más me sorprendía era que Ferdinand, “mi Ferdinand”, en realidad pensaba que florecíamos como delicados nenúfares de Monet flotando en la inmensidad de un plácido estanque de agua de glaciar suiza encapsulada. Al parecer, yo era la única que no estaba de acuerdo con todo este hipócrita sainete y eso me irritaba en profundidad.

Desde mi perspectiva, en nuestra mesa favorita del restaurante Masa en Columbus Circle, podía observar como degustaba con deleite el nigiri de carne Wagyu con wasabi de Hakata, de doscientos dólares, y cataba con somera fruición la botella de Krug Brut David Sugar Engraved, de otros mil, que dormitaba siempre a su vera. La escena hacía que mi corazón se encogiera por momentos mientras me ofrecía su más resplandeciente sonrisa, compuesta por una perfecta hilera de dientes nacarados e impolutos que refulgían como rayos cegadores sobre mi iris.

—¿Va todo bien, querida? ¿No te gusta la comida? —inquirió con aparente preocupación —Puedo hacer que te traigan otra cosa si así lo deseas.

Sin dejar de escrutar su calculado hedonismo, mi estómago inició el acto de vomitar toda la indolencia acumulada en los silencios, aunque supe reprimirlo al instante. Posó la copa de fino cristal de Baccarat a un lado e hizo el ademán de avisar al maître. Opté por impedírselo con un estilizado mohín y me devolvió el gesto desistiendo de la acción con otro de sus ensayados visajes, sin perder la compostura ni la rectitud; siempre tan caballeroso.

—En realidad no tengo mucho apetito, gracias —accedí a aclarar.

Porque este Ferdinand, “mi Ferdinand”, era un hombre atento, culto, gentil, millonario y de un atractivo físico tal que no dejaba indiferente a nadie, sobre todo a las féminas que osaban admirarlo en las distancias cortas sin condición de edad, ni estatus social, ni apenas vergüenza. Era un verdadero triunfador. Con decir que su familia compartía en el Upper East Side el número 834 de la Quinta Avenida con los Bass, los Rockefeller o los Murdoch era suficiente tarjeta de visita para tener todas las puertas abiertas de esta ciudad y, por ende, la de sus ilustres moradores. Por lo tanto, no podía existir ni un ligero resquicio para mostrar una queja ante tanta ventura, cuna de muchas envidias y recelos.

Inmersa en controlar mis demonios freudianos, decidí apurar de un único trago la copa de Krug. Al momento de querer depositarla sobre el tapete de la mesa, mi inmaculado y cortés partenaire se dispuso solícito a rellenarla otra vez con ese maravilloso líquido de límpido color áureo y excelentes cualidades organolépticas que yo saboreaba sin perder nunca de vista la botella.

—No, no, de veras te lo agradezco, pero hoy no albergo la intención de que estas descocadas burbujas se apoderen de mis indefensas neuronas —manifesté con toda la educación y esmerada delicadeza que mi condición de dama de prosapia requería de una situación así. Acto seguido, nos dedicamos unas tímidas sonrisas algo forzadas pero sublimes en esencia.

Su inmenso ego no le permitía permanecer mucho tiempo sin el placer de detonar mi cordura con alguna de sus andanzas en el parqué de las grandes finanzas y empezó a divagar sobre sus últimos movimientos. Que si un pelotazo importante con Broadcom, fabricante de circuitos integrados, o un no sé qué sobre la venta de su participación en Dachser Air & Sea Logistic a un conglomerado chino eran, al parecer, las operaciones que le habían supuesto unas ganancias considerables junto a la posibilidad de aparecer en el Forbes Magazine de este mes. A mí solo me produjo la consecuencia de un pantagruélico dolor de cabeza.

Por fortuna, su verborrea y mi cefalea fueron interrumpidas con suma amabilidad por Hayato, el atento mâitre, para mostrarnos la limitada selección de postres que el chef Takayama había elaborado para esta noche. Cabe reseñar, que el restaurante no disponía de carta, sino más bien se servía de las portentosas veleidades de su maestro cocinero. La insistencia del uno y el otro en que accediera a probar una concreta porción de tarta de chocolate belga con gelatina de champagne y caviar me produjo el efecto contrario a la deliciosa presentación y suscitó en mí una ligera inquietud. Ferdinand, en cambio, se decantó por un helado de trufa Perigord cubierto de láminas de oro que paladeó sin demora.

—¡Mmm, esto es de una exquisitez suprema! ¿De veras que no te apetece la tarta? Tiene un aspecto increíble.

—No, mi amor, gracias de todos modos. La verdad es que no sé lo que me pasa hoy. Disculpa por no estar a la altura de esta romántica velada —pude añadir mostrando, de nuevo, mi evocadora sonrisa de Rouge Dior junto al aleteo suave de las pestañas Ultra-Noir de Chanel que desmontaban cualquier tipo de estrategia masculina de reproche ulterior. Las inefables armas de mujer que nunca defraudan.

—Ah, no te preocupes, cielo. Si quieres otra cosa, se la pido a Hayato y nos la prepara para llevar sin problema.

Extendió su mano sobre la mesa para intentar encontrarse con la mía en el mismo momento en que, con un ligero movimiento giratorio, me deshice de su gesto para de inmediato separarme un mechón de pelo de la cara de la manera más disimulada posible. De forma automática me incliné hacia atrás posando mi espalda descubierta sobre el respaldar de la silla para alejarme de la mesa lo máximo posible. Mi enervada reacción me llevó ipso facto a bucear en los fondos de mi flamante Carolina Herrera para experimentar el contacto del frío metal de la pitillera de oro blanco que allí residía. Extraje, de manera instintiva, un cigarrillo del interior y me dispuse a pedirle fuego al camarero más cercano. Toda la sala a mi alrededor, incluido Ferdinand, me miraba con evidente estupefacción.

—Disculpe señorita, pero aquí no se puede fumar. De hecho nunca se ha permitido —balbuceó el camarero entre un claro tono de intranquilidad y desconcierto.

Dos mesas más allá, el mâitre frunció el ceño y nos dirigió una rígida mirada de desaprobación. Guardé la pitillera. Siempre odié esa estúpida restricción de la libertad. Ferdinand, avergonzado, agachó la cabeza e indicó al camarero que se retirara mediante un contenido gesto de ofuscación. Fumar, ese era el único estilete que podía blandir contra mí como recurrente objeto de sus disgustos. De hecho, participaba de su ostentosa familia cuando esgrimían que eso era un acto de masculinidad y no estaba hecho para las mujeres de nuestra clase social y abolengo. Arcaico, pero cierto. Según su teoría, los cigarros estaban destinados a los despachos privados de roble para maridarlos con el mejor brandy mientras se discuten los altibajos del mercado financiero y empresarial. Las mujeres solo estaban para quejarse del olor y limpiar raudas los ceniceros. Para calmarle, solía decirle que adquirí el sucio hábito cuando era muy joven, antes de la universidad, y que ya hoy me resultaba muy difícil abandonarlo. La verdad era que empecé justo después de que tuve conocimiento de cuánto detestaba que una mujer fumase. Soy así.

Nos apresuramos a pedir la cuenta y un taxi. Antes de salir al exterior, en el guardarropa, ayudó a acomodarme el abrigo de marta cibelina de Fendi que me regaló por mi cumpleaños y nos fuimos a su casa. Al llegar, se apresuró a salir con antelación para abrirme la puerta, cederme su brazo para descender del coche y continuar juntos hasta el umbral de la residencia. Este tipo de atenciones que solía dispensarme a diario causaban un tremendo terremoto de celos entre mi círculo más cercano de amistades femeninas. Buscaban cualquier ocasión para transmitirme su envidia al no ser tratadas con la misma consideración por sus parejas. No hacían más que restregarme lo afortunada que era por tener a mi particular príncipe azul. El hombre perfecto para cualquier mujer... ¡Cualquier mujer! La mera expresión me sacaba de quicio.

Al atravesar el vestíbulo de la casa un débil aroma a palo santo embriagaba el ambiente. De inmediato, mi fina pituitaria amarilla alertó al sobrecargado cerebro de una inmediata emergencia: ¡odio el penetrante olor a palo santo, joder!

—Agradable ¿verdad? En la tienda me dijeron que eliminan el dolor de cabeza, la tensión nerviosa, la ansiedad e incluso las náuseas. Nos vendrá bien para lo que nos espera arriba.

—Es embriagador, mi amor… —“tanto que justo empezaba a notar cada efecto que decía eliminar”, añadí para mis adentros.

Unos pasos más adelante pude dilucidar el origen de tan viciada atmósfera. Una perfecta hilera de velas aromáticas señalaban el camino hacia el piso superior, bien alineadas con los bordes de cada escalón. Su titilar de luces y sombras teñían de arrebato las paredes del hall. Me giré hacia él y le dediqué una de las mejores sonrisitas plastificadas de complicidad que guardaba dentro de mi amplio repertorio melodramático. Ladeé un poco la cabeza para resultar lo más creíble posible. El momento lo requería.

—¡Oh vaya, esto es muy embaucador. No tengo palabras! — y es que, en realidad, no las tenía.

Ferdinand sonrió también con su pecho de palomo bien inflado de orgullo. Ante tal despliegue técnico de romanticismo puro cualquier fémina se hubiera deshecho como la mantequilla e incluso hubiera mojado sus braguitas, pero era evidente que yo no pues solo veía un simple acto de arrogancia masculina.

—Tengo una sorpresa para ti. Sigue el sendero marcado, por favor.

Dejé escapar un suspiro de resignación casi inaudible y empecé a subir, con mis formas curvilíneas y cintura marcada, tersos glúteos bamboleantes de fitness diario, melena rubia ondulada en las puntas y espalda descubierta, ejercitando una grácil danza frente a su rostro mientras seguía mis pasos. Al llegar al final de la escalera no pude evitar, para descargar un poco de tensión, el patear una de las velas para verter la cera caliente sobre el carísimo suelo de madera de iroko africano. Sus ojos casi se le salen al contemplar el estropicio, pero el perfecto pulido del parquet y su extrema resistencia se los devolvieron tranquilos a sus órbitas.

—Oh, cuanto lo siento. Soy muy torpe.

—Tranquila, no hay nada que una saneada cuenta corriente no arregle.

Cuando llegué al final del tramo, la humeante y flamígera senda continuaba a la derecha hasta el dormitorio principal que se abría majestuoso hacia un patio interior ajardinado. La cama king size, siempre vestida de algodón egipcio, se hallaba ahora bañada de pétalos de rosas en diversas tonalidades de rojo. Su exquisito aroma concluía en un estertor devorado por el palo santo de marras. En el centro del lecho, en un perfecto círculo dibujado entre los pétalos, yacía una pequeña caja de terciopelo plateado. Me quedé de piedra. Mi instinto me llevó a apretar el bolso contra la cadera con firmeza esperando las consiguientes palabras que saldrían de su boca, tan esperadas desde hace casi dos años. Ferdinand cruzó flotando por mi lado y se abalanzó hacia la caja disfrutando del momento. Acto seguido se arrodilló ante mí. Mi corazón se encabritó e hizo un intento de huida cual pegaso.

—Anne, desde que el día en que te conocí, nada más me ha importado en la vida…

¡Dios mío! ahí de pie, tensa como las cuerdas de un piano, me estaba tragando un soberano cliché pintarrajeado de palabrería cursi y temática harto aburrida. Comenzó a transformarse en un débil murmullo, pues mi mente divagaba con otros menesteres y mis oídos solo rememoraban la música de The Flirts.

—Te amo, mi querida Anne. Después de tanto tiempo ha llegado la hora de decirte esto sin demora. ¿Quieres casarte conmigo?

En ese preciso instante me volvió la razón y lo miré justo al tiempo de abrir la cajita. Un cegador relámpago nubló mis ojos. La celestial aparición de un anillo de platino coronado por un fulgurante diamante de varios quilates me había dejado boquiabierta y ojiplática. Percatándose de mi reacción, sus ojos desplegaron confianza y se llenaron de esperanza ante la supuesta y esperada respuesta. Se apresuró a insertarlo con suma suavidad en mi mano izquierda mientras mi mano derecha se introducía nerviosa en el interior del bolso para volver a bucear en sus fondos buscando experimentar el contacto del frío metal.

Cuando al final encontré lo que buscaba lo saqué, lo levanté y le descerrajé un tiro entre ceja y ceja. Cayó hacia un lado. Parte de sus sesos mancharon el suave algodón egipcio, ya no tan blanco. La sangre fluía por la herida frontal y posterior impregnando el iroko marrón y dorado de un tibio color bermellón. Si el perfecto pulido aguantó la cera caliente de la vela también aguantaría el ataque de la sangre.

Me despojé del anillo y lo tiré encima del hermoso y escultórico finado. Recogí el casquillo y me dirigí hacia la mesita de noche. Sentada al borde de la cama saqué mi agenda para abrirla por “Las tareas del día”. Inicié el repaso de los últimos puntos sin más demora:

Punto 17.- Practicar el sexo en grupo. “Hecho”

Punto 18.- Emborracharme y drogarme hasta las trancas. “Hecho”

Punto 19.- Encontrar un príncipe azul. “Hecho”

Punto 20.- Asesinarlo cuando me pidiera en matrimonio… “Hecho”

Lancé el suspiro más profundo de alivio que pude exhalar para, a continuación, coger aire y reír hasta que me saltaron las lágrimas. Y es que aún quedaban muchas páginas en blanco por rellenar en mi lista.

 ©MAM

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