11 - LA ISLA
Me
pareció una mañana gris, que bien podía ser una tarde lóbrega o una noche
manchada de luna; solo una tenue luz lograba atravesar las nubes iluminando,
como un ajuar de preseas, el frívolo recipiente que yacía frente a mí. Admiraba
su titilar desde mi nariz embutida entre las rodillas; mantenía éstas plegadas al
cuerpo mientras cruzaba los brazos sobre el pecho hasta asirme los hombros con
ambas manos. La mirada fija en aquel plato vacío y el constante balanceo de mi
cuerpo me sostenían en un estado de embriaguez baladí. Hacía frío, pero solo
manaba un resquicio de aire desde algún punto cardinal que no supe identificar.
El
caso es que me sentía muy feliz porque me encontraba habitando una isla
solitaria sobre el vasto océano, con los pies desnudos acariciando la arena
húmeda, rodeado de una espesura de colores y un crepitar de vida furtiva. El
sustento no rebosaba pero lograba día a día saciar mis apetitos con soltura. Y toda
esta vorágine de fortuna resultaba ser mía y solamente mía.
Pero
lo que sin duda desataba mi intemperancia era ese otro objeto sobrenatural que
reposaba dormido a mi diestra. Se trataba de un trozo de corteza de árbol
transformado en un códex repleto de fábulas, poemas, crónicas y divertimentos. “Con
tal magnánima alhaja se dispuso resuelto el tópico utópico del libro y la
ínsula desierta que resultó ser cierta”, dispuse para mí. Y de hecho, no
resultó menos cierto que se transformó en mi más fiel adlátere allende las
distancias.
Cada
día al despertarlo, descubría una nueva confabulación entre sus páginas, un
complot de vivencias y emociones que enardecían mi espíritu. Sorbía y relamía
cada frase, vocablo, rasgo, signo, una y mil veces, hoja tras hoja, día tras semana,
hasta digerir las inquietantes historias que lo componían. Reventé toda su
estructura interna y me bebí la sintaxis hasta vaciar sus entrañas. Llegó un
momento en que toda su intimidad y su intestino quedaron impregnados en mi
memoria y en cada poro de mi piel hasta lograr incluso que mis ojos supuraran
letras.
Sumido
en tan místico ilapso me dispuse a compartir descomunal riqueza con el universo
insular que me envolvía, albergando la intención de recitar prosa a verso cada
uno de los relatos aprehendidos en mis sesos. Procuré acercarme a cada color y
a cada vida para susurrarle mi delirio al oído, muy cerquita, donde no
perdieran detalle y aceptaran hermanarse con mi revelación.
Las
primeras formas, que en principio acechaban inseguras, se desplegaron formando
corrillos en derredor mío entre sikinnis y eufonías de siringas mientras un
pulular inquietante de ménades merodeaban sibilantes junto a mis labios
buscando ansiosas tragarse mis bisbiseos. En un momento de circunspección ante
semejante barahúnda decidí tornarme mudo al otear la voracidad de quienes, a su
vez, observaban mi verbo con ansia incontrolable.
Para
aplacar su ánimo, busqué trazarles el esbozo de una hermosa sílfide al fulgor
de unas ascuas, bordando línea a línea las curvas de su rostro, escrutando la hermosura
en los trazos insubstanciales de sus sentidos. Unas inquietas pléyades se
atrevieron a teñir de luces y sombras la desbordante figura, terminando de
moldear la sublimidad de su semblante. Me mecía cogitabundo ante semejante deleite
en el momento preciso en que una quimera decidió violar mi abstracción,
descuartizando en finas tiras el retrato, para luego arrojarlo con rabia al
chisporroteante fuego. Observé estupefacto como aquel rostro espléndido se
fundía entre las llamas transformándose en débiles pavesas que danzaban al
clamor de la brisa. Pero fue fútil e irracional aquel intento de acabar con la
belleza porque, aunque pudo desvanecerse su ente físico, yo seguía creyendo con
suma devoción en todo su alcance inmaterial.
Retomé
entonces mi cantar de los cantares retozando entre un mar de papiros y un
sinfín de versos de colores, pintando con alegrías y desconsuelos las copas de
los árboles; embutiendo esperanzas entre sus ramas; anudando arcoíris a sus
troncos; tatuando de vírgenes sollozos las puntas de sus hojas; burlando su
penumbra con la lírica de las rimas y humedeciendo sus raíces con el acíbar de los
proscritos.
Tal
orgía de los sentidos convertía mi ínsula en un sanctasanctórum repleto de humanismo
que me sumía en una espiral de supervivencia ante la enajenación. Exultación,
congoja, lujuria, quebranto, desenfreno, ternura, pasión, júbilo, todo lo que
el viejo códex supo transferir me ayudaba a afrontar el camino hacia la puerta que
escondía la libertad: mi tan ansiada y, a la vez, etérea concubina.
Fue
en el culmen de ese mágico momento cuando un estridente cerrojo y un bramar de
goznes permitieron que un resplandor blanquecino transformase mi isla en una
angosta habitación de paredes blancas y vacías. La nueva luminosidad hizo
refulgir un recipiente de latón en el suelo. Admiraba su titilar desde mi nariz
embutida entre las rodillas; mantenía éstas plegadas al cuerpo mientras cruzaba
los brazos sobre el pecho hasta asirme los hombros con ambas manos. La mirada
fija en aquel plato vacío y el constante balanceo de mi cuerpo me sostenían en
un estado de embriaguez baladí. Hacía frío… pero ahora más, porque irrumpía de
lleno a través del portalón de acero recién abierto en una de las paredes
impolutas de mi morada.
Dos
figuras de complexión impaciente y bata blanca se apresuraron a invadir mi recóndito
espacio para apresarme con sus garras por ambas axilas y extraerme del rincón
que poseía hasta ese momento. Al parecer, mi camisa de fuerza no permitía otro
asidero opcional.
—¿A
dónde me llevan? —les dije, todo lo cortés que permitía mi desconcierto y mis
babas.
—Señor
Palacios, me temo que es la hora de su terapia electroconvulsiva —me contestó
un tercer individuo de enjuto porte y bata aún más blanca que se parapetaba al
trasluz de la estancia contigua.
—Oh
—pude balbucir mientras percibía como las uñas de mis pies arañaban el linóleo del
suelo al sentirme desplazado, ingrávido, hacia la profundidad de un infinito pasillo.
—¿Le
importaría hacerme un favor? —requerí ansioso al acartonado individuo.
—Dígame
señor Palacios —respondió mi interlocutor con el entrecejo aburrido.
—Cuando
regrese a mi celda, quisiera un libro.
—Eso
no será posible señor Palacios. Ya se lo hemos repetido hasta la saciedad en
anteriores ocasiones.
Finiquitada
la conversación, al encontrarse introducido de forma súbita un trozo de trapo correoso
entre mis dientes, me entretuve en trazar una sinuosa línea color púrpura con
mis magullados apéndices inferiores mientras desaparecíamos entre la penumbra
del sombrío corredor. “Me servirá para guiarme en mi regreso”, musité para mis
violentados adentros.
Al
día siguiente, todo me pareció una mañana gris, que bien podía ser una tarde
lóbrega o una noche manchada de luna…
©MAM
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