09 - AUTORRETRATO
Llovía,
pero me levanté, como cada día, con la melancolía que transmiten esas oscuras
mañanas abstraído entre los dolores y las angustias que de seguro a nadie más
importan excepto a mi dignidad.
Bisbiseé,
como cada día, dicterios varios con sus dedicatorias varias a propios y
extraños mientras me arrastraba hacia el baño por el angosto pasillo aún en
penumbra. Envuelto en el vapor de agua que inundaba el húmedo habitáculo atisbé
el espejo procurando mi reflejo. Pero los espejos son como la conciencia. Ahí
te ves cómo eres y cómo no eres, pues al buscarte en lo profundo del espejo
tratarás de disimular las fealdades y maquillarlas para parecer a gusto.
Tras esa subyacente paradoja me imbuí, como cada día, en el
disfraz de lo correcto y me mimeticé junto a la multitud entre ruidos y
humaredas, entre indiferencias y abyectas discrepancias. Al cruzar la calle, no
antes de saltar cual volatinero para eludir un doloroso atropello y no después
de restregar mi suela sobre una deposición animal situada frente a mi portal
por su flemática dueña, me topé con el empellón de un barbilampiño adolescente
que, entre insultos hacia mi familia y aberraciones de la Lengua Mater, me
trasladó de bruces surcando ingrávido el aire hacia el escaparate del bazar mil
veces saqueado de aquel inerme vecino. El hombre que, por fortuna, descansa en
paz gracias a una mala praxis médica y la indiferencia familiar.
Una
vez incorporado, y después de recobrar un atisbo de mi deshonrado orgullo, me
percaté de que mi imagen se desdoblaba frente a la espejada cristalera del
bazar mirándome desafiante a los ojos. Inmóvil y estupefacto sufrí cómo mi
propio reflejo practicaba el latrocinio contra mi propia cartera, cómo mi
propia sombra practicaba la ignominia y el vilipendio mientras una multitud se
agolpaba en derredor jaleando el esperpéntico envite. Entretanto, otros tantos
se incorporaban a otra mayoría que también se percataba atónita en los demás
escaparates y en sus sombras. Allí, donde te ves cómo eres y cómo no eres.
Allí, en la conciencia, pero esta vez imbuida en el sarcasmo social.
Envuelto
en ese distópico escenario en medio de la histeria colectiva, me abrí hueco
como pude para salir huyendo despavorido con un mismo fin y hacia un mismo
destino junto a los demás. Nos esperaba la desidia y el acantilado que la
bordea.
Arribé
al filo del precipicio dispuesto con resignación a eyectarme hacía el vacío
insondable y sin esperanza. Ante el vértigo, observé como ya se precipitaban
las pequeñas piedras antes adheridas a la punta de mis zapatos junto a algún
que otro cuerpo vecino. Fue en ese instante cuando desperté de la abducción
colectiva. Traté con todas mis fuerzas evadirme de lo abstracto y reflexionar
sobre la necesidad de volver sobre mis pasos buscando desandar el camino de vuelta
a mi cama. Me urgía despertar en un nuevo presente aún a sabiendas de que no
existe tal tiempo ni siquiera un futuro. La realidad es que solo existe el
pasado que vuelve una y otra vez fruto de la causalidad, que no de la
casualidad.
Al
final deduje que no hay suficiente tiempo para entender el tiempo pero sí para
recapacitar sobre las consecuencias del egocentrismo, el nihilismo, la
hipocresía y otras veleidades, pues al final todos somos culpables de lo que
somos. Con todo ello, decidí por fin desandar mis pasos e imbuirme de nuevo en
mi antiguo sueño.
De
nuevo me levanté, como cada día, pero esta vez pensando en ser el primero en
autorretratarme para fijarme en la foto y no en el espejo, esperando que los
demás hicieran como yo y se autorretrataran conmigo.
Y
en ese momento quise que ya no lloviera.
©MAM
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